jueves, 6 de diciembre de 2007

EL ESPACIO EN LA CAIDA DE ALBERT CAMUS


En La caída de Albert Camus las características del espacio se corresponden con las características del personaje. La historia de Clamence tiene como hecho central la confesión, es una historia de culpabilidad y de toma de conciencia de la propia duplicidad que Camus no hubiera podido situar bajo el paisaje y el sol mediterráneo de Mersault: el protagonista se instala en Ámsterdam, Holanda, una ciudad de canales, de diques, con el olor de las hojas muertas, el hálito fúnebre que sube de las gabarras cargadas de flores, una luz crepuscular y, sobre todo, el agua fría. Clamence halla en el espacio de Ámsterdam la imagen de sí mismo, ese lugar cerrado es su mazmorra, la presencia del agua y de los diques le hacen recordar su culpa, tal entorno es propicio a su memoria y a su papel de juez-penitente, el hombre que se enjuicia a sí mismo para poder enjuiciar a los otros. Lejos quedó su juventud de autoestima donde gustaba de Sicilia, especialmente el Etna desde donde se podía dominar la vista del sol y del mar, o la isla de Java, lugares elevados que, tal como observa Rousset en el caso de Madame Bovary, se corresponden con el estado espiritual de los personajes. Ámsterdam es el alma del juez penitente, un lugar difuso donde la presencia del agua se asocia a la risa misteriosa que abre el camino al proceso, a la memoria de la muchacha que se arroja al agua y no ha querido salvar. No todo es negativo, aunque los espacios felices solo aparecerán en el personaje como recuerdo, evocación o mero señalamiento hacia su interlocutor, por ejemplo, las “damas” detrás del escaparate, perfumadas con especias, donde descienden los dioses, o las islas griegas donde se hallan los corazones puros, y Clamence tendría que “lavarse concienzudamente” antes de entrar en ellas; a él le conviene el Zuiderzee, el mar muerto con sus orillas perdiéndose en la bruma, los paseos por los sombríos canales de jade bajo los copos de nieve que representa como la pureza fugitiva pronta a devenir en el lodo de la mañana. La adecuación del personaje con su espacio es similar al personaje de The Outsider de Lovecraft quien, luego de advertir su carácter monstruoso, pasea entre las catacumbas de Nephren-Ka en el valle de Hadoth. Del mismo modo Clamence se “refugia” en un desierto de piedras, brumas y aguas pútridas en donde ejerce su destino de juez penitente viéndose a sí mismo como un Elías sin Mesías, un profeta vacío para tiempos mediocres. Al hablar del desierto, hay connotaciones religiosas que implican un intertexto bíblico que puede situarse en la figura de Juan Bautista bíblico quien, al igual que Jean-Baptiste Clamence, lleva una piel de camello, practica la confesión de los otros y fue condenado. También Clamence lleva en sí la presencia de un punto negro en el océano asociada al ahogado que le recuerda su culpa, un punto negro que lo seguiría esperando en todas partes donde se hallara el agua amarga de su bautismo. El bautismo, etimológicamente “inmersión en el agua”, también se asocia a su culpa: Clamence subre por una inmersión en el agua que ha eludido al no salvar a la joven suicida. Compara su mar interior como una inmensa pila de agua bendita; además, agua y culpa se asocian en el suceso del campo de prisioneros, donde le niega el agua a un agonizante. Así, en su necesidad vital de culparse, halla en esa ciudad de agua fría su medio ideal, y al respecto puede señalarse otro intertexto que es La divina comedia de Dante: los canales concéntricos de Ámsterdam son comparados con los círculos del infierno dantesco y se alude al noveno círculo, el de los traidores cuyo castigo consiste en la inmersión en el hielo. Clamence, traidor ante los demás y ante sí mismo, quiere condenar, pero para eso se condena, y encuentra su infierno en Amsterdam, bajo el vuelo de las palomas, -símbolo del espíritu santo- que allí no hallan un lugar donde descender, entre los diques, la bruma y el agua helada.

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